El pasado noviembre hicimos noche en Montaña Blanca como parte de nuestra aventura de dos días en el Parque Nacional del Teide, en unas condiciones incómodas por el frío y el fuerte viento que nos acompañó hasta bien entrada la madrugada. Te lo contamos.
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El titilar de los astros
Vemos la sombra del Teide perderse en el horizonte. El paisaje se desvanece, casi desaparecen las formas y los colores de las montañas, de las rocas y de los arbustos que nos rodean. Instalamos el pequeño campamento y después de tomar algo caliente nos protegemos con sacos de dormir. Es el momento de volver la mirada hacia el firmamento que minutos después de apagar nuestras linternas se va haciendo cada vez más presente. Tras el agotador cansancio nos esperan unas horas de incomodidad hasta conciliar el sueño así que no tenemos prisa.
Me viene a la mente el principio del poema número 20 de Pablo Neruda en 20 Poemas de amor y una canción desesperada.
Dice así:
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Escribir, por ejemplo: «La noche está estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos.»
Pablo Neruda
Lo leíamos cuando éramos jóvenes estudiantes en La Laguna y algún compañero enamorado llegó a aprenderlo de memoria. Sin embargo me doy cuenta de que yo siempre decía “… tililan los astros a lo lejos, en lugar de, “… tiritan los astros a lo lejos” . Lo he visto escrito de las dos formas, pero al pasar por una librería lo he comprobado en varias ediciones del libro y efectivamente el poeta escribió “tiritan”. Pero en ese interminable juego de las comprobaciones encontramos otro error, al parecer muy común. Resulta que el verbo correcto para expresar el tembloroso centelleo de la luz de las estrellas no es “tililar” sino “titilar” con dos t.
Esta asociación con las palabras del poeta chileno, -seguro conocedor de los cielos de su país-, no está mal traída, porque en Chile también las montañas de los Andes son de tal altitud y el aire tan limpio como en Canarias, por lo que no es extraño que ambos sean lugares ideales para las instalación de modernos observatorios astronómicos, como el de Paranal en el desierto de Atacama, el de Roque de los Muchachos y el del Teide, estos últimos en las islas de La Palma y Tenerife.
Nos protegemos del fuerte viento. Es frío y está cargado de diminutas partículas vegetales que como espinas se nos clavan en los ojos. Aún así nos atrevemos a continuar mirando las constelaciones que poco a poco se levantan sobre el horizonte. Intentamos buscar en nuestra memoria los nombres de algunas estrellas pero de pronto se me ocurre que quizás debemos hacer lo contrario. Es decir, olvidar por un momento todo lo que sabemos sobre los astros: nada de nombres, ni de la naturaleza de los distintos cuerpos celestes, nada de fusión nuclear estelar, ni del espacio-tiempo, nada de órbitas, de galaxias, nebulosas, de materia oscura o de cúmulos estelares, olvidar los mensajes a otros mundos y pensar por un momento que somos hombres primitivos, como los de Neanderthal o Cro-Magnon, habitantes de las frías cavernas o de las tibias planicies africanas. Pensar que miramos al cielo de la noche sin comprender nada. Hemos sentido por un momento algo parecido a un susto o sobrecogimiento difícil de explicar con palabras que nos lleva, de pronto, casi con un movimiento instintivo, a cubrirnos con las capuchas de nuestros sacos para intentar, ya de verdad, dormir un poco.
La noche estrellada
En la madrugada el viento cede un poco y ya no agita tanto la luz de las estrellas. Casi dormidos, volvemos a mirar. Con sorpresa y asombro vemos que el cielo brilla lleno de incontables estrellas, de todos los tamaños y colores, con una intensidad pocas veces vista, imagen que de alguna manera oprime y atemoriza.
Algo parecido debió sentir el poeta canario Rafael Arozarena, a mediados de aquel histórico julio de 1969, cuando observaba el cielo nocturno a la orilla del mar, deambulando por las arenas de Papagayos en la isla de Lanzarote. Imaginó la constelación de los sustos. Y lo hizo en una preciosa narración titulada El anillo de los signos interiores que en sus ocho páginas sólo tenía un punto y seguido en la primera oración. Y no sé si tal misterioso anillo tenía grabados los conocidos signos zodiacales, como el de la justa balanza y los de los demás animales, ni si la constelación de los sustos era finalmente la del temido cangrejo. En cualquier caso un susto así sería, repentino, momentáneo y dividiría en dos grupos las estrellas. En fin, si tal cosa nos ocurriera, al contemplar las noches estrelladas de nuestras islas o de cualquier parte del mundo, creo que deberíamos quedarnos siempre con aquellas estrellas, que representan la esperanza y la confianza en lo que ha de venir. ¿No es así como lo contamos a nuestros niños? Según la tradición, en otros tiempos y en otros lugares, cubiertos también por fina arena, una estrella guió a los Reyes Magos a través de los desiertos de Oriente…
Notas:
- Las fotografías están tomadas con una cámara de bolsillo, muy ligera, apenas 300 g, en un modo de “Escenas”, “estrellas”. Cargar con pesadas cámaras reflex y con un tracker a lo largo kilómetros escapa a nuestras condiciones físicas y a la lógica de las largas caminatas donde el exceso de peso es un condicionante básico de la seguridad. Todo ello limita la calidad de las fotografías. La luminosidad se ha forzado para que se vean mejor en los dispositivos móviles.
- Para identificar estrellas u otros objetos astronómicos en las fotografías puedes utilizar una aplicación informática, de las que hay muchas, y programarla para la fecha y hora en que las tomaste. Yo utilicé Sky Guide.
- El anillo de los signos interiores. Una antología de Rafael Franquelo llamada Aislada Órbita. Inventarios Provisionales. 1973.
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