MicroAventuras cotidianas
A veces, por motivos inesperados, frecuentamos lugares que tienen un atractivo especial para nosotros. Es lo que ha ocurrido a uno de los miembros del equipo Lainakai quien durante meses ha recorrido casi a diario la Playa de Las Teresitas. El titulo de esta entrada, que conecta con la célebre escultura de Alberto Giacometti, El hombre que camina parece muy adecuado para designar a quienes, hombres y mujeres, por la mañana muy temprano, van y vienen metódicos e incansables por la orilla.
- Duración: Calcula lo que tardas en recorrer tu playa de extremo a extremo y multiplica por el número de "playas" que piensas hacerte ;-).
- Dificultad: Un relajante paseo por la playa que apenas reviste dificultad.
- Imprescindible: Agua, sombrero y bañador, por si te apetece quedarte después a darte un chapuzón. Imprescindible en cualquier caso ir temprano para vivir la experiencia antes de que el lugar se llene de bañistas. Descargar artículo en PDF
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Ir a la playa, en principio no parece que pueda ser motivo para una de nuestras microAventuras, pero si abres los ojos, si te prestas a una expectación continua, si tu mirada deja de ser la convencional, la playa te descubrirá todo un mundo rico en sensaciones nuevas, que no va a depender tanto de lo que ves como de la manera en que miras. Déjate llevar.
La Playa de Las Teresitas
Esta playa está en la isla de Tenerife, la mayor y más alta de las Canarias. Coronada por el volcán Teide, es de las más jóvenes del archipiélago, originada por ese «punto caliente» que deriva hacia el oeste y se adentra en el Atlántico. La isla apenas comienza a desmoronarse por la erosión y tal vez por ello sus playas no son especialmente abundantes ni grandes, como lo son las de las islas más antiguas y más próximas al continente africano.
Las Teresitas está muy próxima a Santa Cruz de Tenerife, apenas a unos ocho kilómetros del centro de la ciudad, en la localidad de San Andrés, de tradicional actividad agrícola y pesquera.
La playa es sorprendente por varios motivos, limita con la cordillera de Anaga, una hermosa cadena de montañas que ocupa una parte importante de la isla. Los colores de la zona son rojizos, violáceos, verdes y distintos tonos de grises. En consecuencia los colores de la arena de la playa, deberían corresponder con los de las oscuras rocas de las que procede. Sin embargo, al acceder a la playa, llama la atención el violento contraste entre el deslumbrante color de la arena y los apagados tonos de las montañas circundantes. La razón, la arena procede de la costa de África y no es más que una de las consecuencias de la ampliación y reconstrucción de la playa décadas atrás.
Aún así, la playa luce magnífica, bordeada por vegetación igualmente contradictoria, que con los años se ha desarrollado notablemente. Palmeras canarias y flamboyanes dan sombra a los automóviles y sobre la arena, tarajales, palmeras datileras, palmeras de California, cocoteros y otras especies exóticas contribuyen a la sensación de desconcierto de la que difícilmente se puede escapar.
La playa en las primeras horas de la mañana
Si accedes por el extremo más próximo, es decir, bordeando la cofradía de pescadores y el pequeño muelle pesquero, deberás descender por una escalera que te lleva hasta la arena. Desde lo alto tienes una panorámica que te permitirá observar el estado de la playa.
Cada día es diferente. El estado de la marea es importante porque determina considerablemente la frontera por la que se mueven los caminantes de la playa. La dirección e intensidad del viento, el horizonte de nubes, la transparencia del aire, la posible lluvia que, en raros días de invierno nunca desanima a los auténticos aventureros. El hombre que camina, la mujer que camina, inician su andadura diaria por la arena. Es la mañana de la playa, tan alejada, tan distinta de los bulliciosos mediodías en que se llena de bañistas.
Ir
Son las primeras horas de la mañana, echas a andar por la orilla. Respiras, sientes el aire fresco, el tacto de la arena, la luz del sol en tu cara.
Puedes encontrarte entonces con toda clase de individuos y grupos, a los que sigues, porque van en tu misma dirección o que regresando vienen a tu encuentro. Los caminantes solitarios; los corredores de fondo; los energéticos que, sin correr, marcan un paso firme y te adelantan continuamente; los grupos de militares que, ocasionalmente, se entrenan en la playa; los jubilados, que bromean acerca de la temperatura del agua, mientras se bañan en pleno invierno; la pareja cervantina en la que el alto y delgado habla y habla sin parar mientras el bajito y más grueso asiente resignado mirando la arena. El grupo de amigas alegres que hablan y caminan sin descanso; los nadadores, que agitan rítmicamente sus brazos como en una piscina interminable; pero también están los raros, por ejemplo, aquel que va recogiendo, en un bote, trocitos de plástico que quedan en la orilla, los tira a la papelera y vuelve a empezar; el que busca metales en los primeros centímetros de agua, tal vez con la esperanza de encontrar alguna joya perdida; los que caminan dificultosamente con el agua hasta las rodillas; algún exhibicionista…
A menudo saludas y te responden, aunque no hay reglas para esto, depende un poco de la distancia a la que te cruces. Llegas hasta el final de la playa, has caminado unos mil doscientos metros y ante ti se alza un dique o rompeolas que protege la playa.
Dejas la arena y con cuidado, porque el hormigón está deteriorado por los temporales, caminas hasta el final donde quizás puedas ver a algún pescador de caña rezagado. Desde allí tienes otro buen punto de vista para contemplar la playa, la costa próxima que se aleja con sus muelles, más allá Santa Cruz y al final las montañas del sur de la isla.
Volver
De vuelta por el mismo dique, contemplas unos magníficos acantilados donde las olas rompen cercanas y cual cantos de sirena seducen a los imprudentes, que pueden verse tentados a querer ir andando sobre las rocas, al descubierto en la bajamar, hasta la vecina playa de las Gaviotas. Muchos han muerto por saltarse la prohibición.
Regresas a la playa y, si quieres, te alejas de la orilla y te adentras en la arena, donde caminar en más difícil. A veces te encuentras con buceadores que entran o salen del agua como los hombres del capitán Nemo. Es frecuente también encontrarse por allí con chicas y chicos modelos y con equipos audiovisuales que aprovechan la deliciosa luz de la mañana para grabar películas, anuncios o tomar fotografías de moda.
Un impertinente pitido que emite un tractor avisa de su presencia y te recuerda que la playa ha de reconstruirse a diario y debe mucho a los trabajadores que limpian y recolocan la arena, que mantienen en orden las explanadas de los aparcamientos y los servicios públicos.
Final
Acabamos por hoy. Es nuestra particular visión de algunas mañanas en la playa de las Teresitas, muy personal. Volvemos al título. Somos hombres, mujeres que caminamos por la playa… Se me ocurre que esa escultura de Alberto Giacometti, Un hombre que camina, -que originalmente era Una mujer que camina-, y otra escultura también muy conocida, con el mismo nombre L´ Homme qui marche de Auguste Rodin, de alguna manera, nos representa a todos. El primero muy alto, delgado, existencial, cerebral; el segundo, robusto, musculoso, decidido, sin brazos ni cabeza. Si mentalmente los juntamos tendremos infinitas variaciones, y podemos colocar bajo sus pies lo que queramos. Hoy pusimos la arena de la playa de las Teresitas y nos echamos a andar…
Adjuntamos unas imágenes que hemos encontrado en la red, la primera un billete de 100 francos suizos (no sabemos si esto tiene algún significado, más allá del de la nacionalidad del célebre artista) , la segunda obtenida del Musée Rodin.
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